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viernes, 2 de marzo de 2018

UN TELEGRAMA PARA FÁTIMA, un relato de Diana Hambardzumyan

Diana Hambardzumyan
Armenia (1961 -)



Diana Hambardzumyan

Escritora, traductora, Doctora en Filología, Docente,

Nacida en 1961,  Diana Hambazumyan es una escritora y traductora armenia oriunda de Qajaran, Syunik – una ciudad pequeña al sur de Armenia.  Si bien nació en Tiflis, Georgia --la ciudad de su madre-- Qajaran es la ciudad de su infancia y años de escuela secundaria.  En 1978, cuando su familia se trasladó a la ciudad capital de Erevan, ingresó al Instituto Estatal Brusov de Lenguas Extranjeras de donde se recibió con diploma de honor en  1983.  Desde 1984 hasta la actualidad es docente  en la Universidad Estatal Brusov de Erevan,  Departamento de Comunicaciones y Traducción, donde dicta cursos de inglés y traducciones literarias.  Y a partir de 2009, se desempeña como Profesora de Linguística.  

Diana es una autora prolífica.  Ha escrito más de 20 libros, entre ellos novelas, nouvelles, cuentos cortos, obras de teatro, ensayos, monografías, textos universitarios además de traducir del inglés al armenio y del armenio al inglés.  Es particularmente conocida por sus novelas cortas y cuentos que tienen lugar en el pueblo imaginario de Voghier (el de los vivos)  que ha modelado en Qajaran.   Sus novelas,  Un país habitado por Dios (2010), Un llamado a la puerta (2014) y El Infortunio de los Feacios (2017) se concentran en los problemas de identidad tanto individuales como nacionales que van surgiendo de la realidad de la Armenia contemporánea.  Destaca asimismo los paralelos entre armenios y europeos como también las vidas de los armenios alrededor del mundo.  La obra de Diana Hambarzymayn se ha traducido a decenas de idiomas. 

CRÓNICAS ARMENIAS tiene el gusto de presentar hoy Un Telegrama para Fátima (2009), un relato de Diana Hanmbarzumyan  que se tradujo al alemán con el título “Telegramm an Fatima” y fue publicado en 2014  por Hay Media Verlag, en Frankfurt am Main.



UN TELEGRAMA PARA FÁTIMA

    
Una beruja[1] está hablando en la TV y tiene un ceceo.   Miro de soslayo,  la veo y se me hace que está recitando un poema en el canal ALMTV.[2] ¡Caramba! ¡Qué mala suerte!  Porque es precisamente beruja --- esa palabra extranjera que mi abuela trasladó a mi exquisito vocabulario armenio --- la que me trae memorias de la Fátima-badji [3] de mi infancia.  Entonces me muerdo la lengua para no gritarle al viejo enemigo, a quienes nos metieron en una guerra y ahora, descarados, alardean y proclaman:

 “¡Con nuestro petróleo, que está en la cima de Karabagh, compraremos toda tu Armenia!

Por eso mismo, ¿por qué te importan sus palabras?
Tenemos suficiente con las nuestras.  Ningún idioma en el mundo tiene el esplendor del nuestro.  ¿Por qué usas las palabras de esos extranjeros?  Tú, como siempre, metiéndote en líos.  Mira que yo tengo mis propios problemas, sin embargo, me irritas con tus trampas lingüísticas.  Háblame con sensatez, alivia mi alma.  ¡Qué mala suerte!  Y tú, buscando problemas.  Si tuvieras una pizca de dignidad patriótica, ya mismo corregirías lo que acabas de escribir, no sea que su malvada imaginería eche a perder los escritos sagrados de Mashtots.  Hasta das la impresión de haber perdido la razón. De hecho, estás jugando con fuego.  ¿Por qué diablos te acordaste de Fátima-badji, esa maldita azerí¿Por qué, por qué la recordaste?  Y ella, ¿merece ser recordada?  ¿Qué estúpido designio te hizo mencionarla y perpetuar su memoria?  ¿Habrá sido por 1915, por la masacre de Sumgait, o por las bromas y trampas de esos chicos azeríes que te llevó a honrar la memoria de Fátima con tan sólo mencionarla?  Ellos, en tu lugar, jamás lo hubieran hecho, ¿no crees?

Está bien.  Yo sé que Fátima-badji no era más que una vieja.   Que los pliegues multicolores de su falda caían a los cuatro costados del banquito de madera y le escondían los pies desnudos, cubiertos de costras y tierra.   Siempre me recordaron a esos lápices de colores con los que hice un boceto de su fea imagen, en papel blanco, con la intención de plasmar sus verdaderos colores y cumplir con las exigencias de la pintura realista que imponía mi maestra de arte.

Ahora entiendo y todo encaja.  Veo también que tienes algo de conocimiento de la lengua armenia. Aun así no consigo entender hacia dónde vas con tu juego de palabras.  Si tienes algo que decir, vamos, ¡dilo de una vez!  ¿Por qué te es tan difícil?  ¿Por qué te golpeas el pecho?  Ya estoy harta de la pureza de tu lenguaje que, al fin y al cabo no es más que otro insecto arruinando nuestra lengua maravillosa.  Y nos irrita.  A ver, dime que después de leer al poeta Hovhannes Tumanyan[4] y ensalzarlo, te das tono y declaras por todos lados: ¿Llegaron los rumores a Divan Bashi? [5] ¿Se te ocurrió alguna vez investigar el lenguaje de ese gran armenio?   Es posible que en aquellos tiempos, algún demonio inmortal trató de empujarlo hacia un lado y ocupar su trono, pero fracasó, así que cállate.

Pues bien, recordemos a Fátima-badji y sus trece hijos que abandonaron a su querida madre para trabajar en una compañía petrolera, en Baku, la ciudad capital.  Fátima-badji,  cuya doble papada me recordaba el moco de pavo y le colgaba cada vez que comia un pedazo de pan viejo. Sí, Fátima-badji, la que se escarbaba la nariz y se frotaba la mugre o las cosas que se sacaba en los pliegues de su falda. La vieja Fátima que se arrancaba los pelos gruesos de la barbilla y, bostezando con la boca abierta, sin dientes, se adormecía al sol de la tarde sobre un taburete desparejo balancéandose peligrosamente hasta que, de repente, daba un salto y decía: ¡Alá! ¡Alá!  Y al instante recobraba la sobriedad.  O el cucharón de la comida que cocinaba mi madre todos los días y terminaba en el bol de aluminio de una Fátima-badji agradecida.  A cambio, la mujer bendecía a siete de sus generaciones.  Era así como a Fátima se le pasaban las pesadumbres del invierno mientras aguardaba, ansiosa, a la primavera que le traería hierbas frescas y comestibles.  Sentada junto a una pared vacía, Fátima-badji esperaba pacientemente a su hijo Shukur --que era un oficialo las revelaciones del Profeta.  Pero cuando mi abuela se ponía a recordar, aparecían lágrimas en los ojos tristes de Fátima-badji:

---Eh, Garegin, ¿no eras tú quien cuidó de Varditer como a una rosa y, al final, te resultó estéril?  ¿La hubieras dejado a Fátima en ese estado?

Afanosas, las mujeres armenias extendían la lana lavada de sus edredones al sol del día y a la vista de todos los vecinos.  Fátima-badji vigilaba las piedras que se colocaban a los bordes y las cuatro partes de la lana como si estuviera vigilando las fronteras de un país.  Luego, bajo el resplandeciente sol del mediodía, se ocupaba de despeinar la lana, madeja por madeja, echando espuma por la boca, doblada en dos y llenando, con movimientos ágiles, todas las bolsas de lino.

Así quedó Fátima-badji en mi memoria; un objeto permanente y decorativo en el patio de mi infancia.  Y recordarla u olvidarla terminó siendo mi lucha interior. Mejor no sigamos con eso; he dejado para el final el detalle más interesante de su vida. Ella, al igual que mi abuela, guardaba un vestido hecho de tela buena y cara para lucirlo en su último día.  Es que nuestra gente se ha esmerado siempre en ser respetuosa hasta el día final.  No comeremos, no beberemos, pero ahorraremos los últimos centavos para que nos entreguen decentemente a la tierra.

Fátima, ¡bendita sea su alma! Cuando joven era una belleza, contaba mi abuela.  Alta y delgada como una concubina, con bucles gruesos y caderas bamboleantes.  ¡Y, qué ojos!  Como los ojos armenios, cada uno del tamaño de una uva negra. Hasta que Fátima comenzó a llevarles agua y pan a los pastores en las montañas, y conoció a Garegin. Según mi abuela, a partir de ese día, Fátima se entregó a las montañas y se tornó en una abeja que extrae el néctar de las flores. Tan dulce era el néctar de Garegin que ella estaba dispuesta a hacer sherbat [6] con él.  Pero Garegin, después de cortar las malezas, volvía a casa y Varditer, que tenía sólo trece años, lo esperaba con una toalla y un balde en sus manos.  A Fátima, la golpeaban y la metían por la fuerza en la cama del hijo bizco de su tío.  Los ojos bizcos del muchacho no impidieron que Fátima se embarazara, diera a luz a esos trece niños que crecieron y abandonaron a su madre amada por los pozos petroleros en la ciudad capital de Baku.  Un día, durante una crecida del río, el marido de Fátima tropezó, cayó en un cañón rocoso y lo último que  oyó el desdichado, fue el balido de sus ovejas.  Nunca lo encontraron; el pobre hombre murió y su memoria se fue borrando de las vidas de sus trece hijos y, de Fátima.

No tengo idea cuál de los trece hijos fue ---bien podría haber sido Shukur, el oficial (mi abuela siempre decía que esos hijos estaban malditos) --- quien en enero de 1988 le envió a Fátima un telegrama, desde Baku, invitando a su madre a la boda de su nieto.  Para ese entonces, hacía ocho años que Fátima había muerto.

Decía mi abuela que si nos acercábamos a las tumbas de Garegin y Varditer, encontraríamos, a un costado, un túmulo desatendido, cubierto de malezas.  Mi abuela insistía con que ésa era la tumba de Fátima-badji. 

  
Diana Hambardzumyan © 2009

 Traducción del inglés: Violeta Balián  2018


[1] Una mujer fea.

[2] Un canal de televisión armenio que ya no existe más y que emitía programas de baja calidad; entre ellos, lecturas libres de poemas en las que participaba gente común.

[3]  Término afectuoso que significa Hermana.

[4]) Hovhannes Tumanyán  (1869-1923) fue un poeta y escritor armenio

[5]  En el idioma iraní, Juzgado

[6]  Una bebida dulce.



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